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Cuando esta tumba destruya mis huesos,
cuando mi lengua no pueda cantar
y de entre los muertos inicie el regreso
perdiendo el rastro al viejo guardián
yo ¿a dónde iré sin ti?
Arturo Meza
Nunca tuve un ataque de conjuntivitis como del que recientemente me alivié. Por ende, no había tenido la necesidad de mantenerme con los ojos cerrados mientras la pomada hacía su trabajo, el asunto resultó hasta introspectivo y me mantuvo ocupado pensando en el perdón y la culpa.
Considero que siempre una cosa lleva a otra, por tanto, esta sucesión de eventos se vio coronada cuando al fin llegué al final del capítulo 4 de un libro que estoy leyendo, allí, Brian Weiss dice que “la empatía es la clave para llegar al perdón”. Pensé en ello. Aún lo hago. Creo que necesito perdonarme algunas cosas, ¿no te ha pasado? Además de sólo empatía personal, también creo que se necesita con aquellos que han intervenido de manera negativa en nuestras vidas… Luego, me vino a la mente una canción de Meza donde dice “amar es cosa fácil, se puede uno morir en la cruz…” No sé, creo que estoy mentalmente enmarañado.
Hace tiempo que pienso en una fórmula extraña para poder descubrir un algo que no preciso.
Mientras me mantenía con los ojos cerrados, ha venido a mí una suerte de revelación:
Hay un lugar en alguna parte del mundo – quizá más lejos-, se trata de un pequeño pueblo rodeado en su parte sur por dos montañas extendidas. Justo en donde confluyen las dos pendientes nace un río caudaloso que también secciona en dos al pueblito.
En la parte oeste, existe un terraplén sobre el que se cuelgan cabezas de animales muertos: venados, jabalíes, reces, asnos, tlacuaches y hasta coyotes. Detrás del parapeto hay una casa de barro rojo y techo de palma.
En el patio hay huellas de botas. Muchas botas.
Desde que cruzo el río siento una presencia detrás de mí. Tal vez sea porque vagamente recuerdo que los fantasmas no pueden atravesar el agua de los ríos y arroyos, y éstos están del mismo lado que yo.
Hay un amuleto en mis manos, es un colguijo formado por muelas humanas, un ojo de venado, plumas de cuervo, una cruz de barro que, curiosamente, está invertida, un pedazo de tela negra que no sé qué es. Todo está unido por lo que se supone son tripas de gato ya secas. Recuerdo apretar este amuleto para sentirme protegido.
En la puerta de la casa hay colgado un ángel que toca un clarín. El angelito es moreno y mira hacia la izquierda. De sus ojos color cereza escurre sangre.
Cada vez que entro en la casa descubro la misma escena: detrás de un fogón se oculta un niño de escasos 4 años. Los ojos están desorbitados y miran vagamente con rastros de haber llorado ya durante muchos días. En un rincón, hay una mujer sentada con la cabeza reclinada sobre su hombro derecho. Debajo de su amplia falda hay un charco de sangre, un olor fétido escapa del mismo. Al levantar la tela, descubro un feto que se pudre hace tiempo. Luego, el niño oculto tras el fogón canturrea las siguientes palabras:
Somos la placenta
de una hecatombe,
la alimentamos a diario.
Si el juicio final acontece
es culpa nuestra.
Ya no tenía ganas de ver todo esto y me moví sobre mi cama para, finalmente, abrir los ojos y echar por la borda todo el efecto de la pomada sobre mi vista. “Estos ejercicios de relajación no me llevarán a nada bueno”, pensé.
Sentarse al borde del abismo tiene sus ventajas, al menos así lo supongo, se puede ver el infierno desde lejos sin quemarse. Espero que no pase algún gracioso y me empuje.
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“… y a veces cuando uno está triste necesita a alguien que diga frases como “qué lástima” o “no me digas” o “a poco””. Toño Malpica,
Las mejores alas.
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