jueves, 23 de septiembre de 2010

Brazos de Marro

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“Se llevó mi sed, mis besos, mi pan,
mi violencia, mi pasión,
ahora, ¿adónde iré con un alacrán
en lugar de corazón?”

Joaquín Sabina


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Mientras dormía, Juan era el hombre más bello que su mujer hubiera visto jamás. Hasta ella se acurrucaba tras su espalda moldeada por el intenso trabajo en la mina, pero al despertar, él descubría que en lugar de brazos poseía un par de marros formidables.
Tal era su emoción que trataba de mostrarle a los demás esa maravilla de Dios mismo había puesto en él, de ese modo, la puerta de la cocina, los trastes, los muebles y especialmente su esposa, Matilde, soportaban las demostraciones del buen funcionamiento de los brazos fuertes de Juan.
Esto, en realidad, no representaba una novedad porque su padre había tenido brazos de cinturón de cuero y su abuelo poseía, en lugar de brazo diestro, una larga binza de nueve colas – aún no determino qué demonios era eso de las “nueve colas”, pero supongo que por algo resultó trascendente-.
Estaba tan orgulloso de sus brazos de marro que no se dio cuenta que, poco a poco, éstos permanecían con ese aspecto durante todo el día, incluso mientras dormía, lo que incrementaba sus ganas de usarlos a toda hora.
Los amigos de Juan lo elogiaban porque no había nadie que pudiera ganarle en las vencidas que se organizaban en la cantina improvisada por Doña Lencha, toda vez que el trabajo se terminaba en la mina y comenzaban las rondas de cerveza.
Su amante, una cantante en decadencia, había optado por mudarse de ciudad porque sabía bien que Juan no le perdonaría esa tremenda gonorrea que le había dado como regalo de cumpleaños.
Allí comenzó el verdadero problema para Juan.
Una mujer como Matilde podía aguantar las golpizas más terribles y al otro día, mirar llena de amor a través del marco morado de sus ojos a su esposo, no obstante, el día que descubrió su enfermedad venérea, recibió una bofetada en lo profundo de su dignidad. En resumen: podía matarla a golpes mientras le fuera fiel.
Al igual que la causante de semejante sarna, Matilde se marchó durante la madrugada, dejando a Juan con su hombría supurante, sangrante y maloliente.
Lleno de miedo ante el aspecto que sus genitales habían cobrado, intentó rascarse. Lo único que consiguió fue lacerarse los testículos sin hallar remedio.
No podía salir a la calle, ni siquiera podía usar ropa interior por el ardor que tenía y una gran soga de orgullo y vergüenza le ataba los pies para pedir ayuda.
Sobrevivió dos días con un poco de sopa que Matilde había dejado. Debido a que sus brazos no eran aptos para poder encender un fósforo tuvo que comérsela fría, además, acostumbrado a sentarse a la mesa con la comida servida, Juan no sabía ni siquiera prepararse un café, mucho menos sabía cómo freír un par de huevos.
Por esto último empezó a extrañar a Matilde y lloró de falso arrepentimiento por dos días. Al tercero, recordó la sonrisa que ella le prodigaba cuando la había conocido en la feria del pueblo y se maldijo. Al cuarto día supo que ella era lo único bueno que le había sucedido y recordó que justo en la boca del estómago había tenido alguna vez una sensación extraña que sólo ella podía despertarle.
Él tenía los hechos claros pero ya Matilde se había marchado.
Los demás días carecen de relevancia porque sólo representaron una desolación progresiva. Para cuando sus brazos perdieron el aspecto de marros era demasiado tarde y así, por sus huevos, Juan murió de hambre y soledad.


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