martes, 20 de septiembre de 2011

Las Almas

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“Escuchas la noche,
silencio, la calle,
Nahuales de niños
que sueñan fantasmas
de locos perdidos”
Arturo Meza


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Honestamente, no sé ni por qué empezó mi abuelito Crescencio a contar esta historia. Recuerdo bien la fogata en el patio y a todos sentados alrededor. Yo venía de Las Palmas porque había ido a comprar caguamas para mis tíos, apenas si podía caminar con todo lo que traía. Cuando llegué, esto fue lo que alcancé a escuchar:

“Por eso les digo que a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido que ellos pudieran llegar a ser amigos algún día. Y tenían razón, lo que voy a contarles son los detalles.
Ambos nacieron a la luz de una luna punzocortante, cuarto menguante para ser exactos.
A los dos los recibió un concierto de ranas que afinaban ante la inminente temporada de lluvias que llegaría a la costa, yo tenía un mal presentimiento, pero en ese tiempo, a uno como chamaco no lo dejaban opinar, aunque bueno, tampoco sabía qué era lo que me embargaba.
Los dos compartieron el ir y venir de los familiares, las sonrisas de los tíos, el asombro de los hermanos y esa suerte de ceremonia de augurios por parte de los más viejos de la familia.
Lo primero que sus ojos vieron en el amanecer inaugural de sus vidas fue el estero, la mezcla mágica de agua y tierra que más tarde sería su patio de juegos. El problema era que no podrían ser amigos porque nadie los dejaría jamás jugar juntos.
Así es, el verdadero impedimento para que existiera una relación de amigos entre ellos radicaba en que provenían de familias muy distintas… aunque, ahora que lo pienso, tal vez no somos tan diferentes.
Pero bueno, sus padres les enseñaron todo cuanto consideraban natural mostrarle a los pequeños: las primeras artes de la cacería, el acecho, la sangre fría para pasar desapercibido entre la hojarasca y el fango, y sobre todo, a defender su territorio… Pero ellos no se impregnaron de esa malicia.
Fueron creciendo de acuerdo a la antigua usanza, respetando los preceptos milenarios que habían conformado la tradición de nuestros pueblos, obedeciendo las leyes naturales, en fin, respetando el entorno natural que les había correspondido en esta vida.
Todo iba bien, hasta ese año en que el cielo cayó sobre nosotros en forma de muchas tormentas. Ese año fue en el que los muchachos se conocieron.
El exceso de lluvia hizo que el agua del estero subiera, de modo que los lagartos comenzaron a salir.
Así como ustedes ahora, yo también me uní en ese entonces al grupo de cazadores, también yo – y lo digo con arrepentimiento- derramé sangre de reptiles, pero, también fui de los que detuvieron la matanza en cuanto sucedió todo esto que les voy a contar.
Matías, el hijo de tía Rosa, salió muy temprano a buscar leña porque ya se estaba acabando la de su casa, y en esos días era más difícil hallar madera seca porque todo estaba mojado. Apenas iba apareciendo la claridad del día y le pareció ver algo de movimiento cerca del estero. Matías sacó rápidamente su pistola…
A esa hora, exactamente, Leonardo y yo estábamos barriendo porque era su cumpleaños. Por cierto, todavía no les he aclarado, Leonardo era uno de los niños de esta historia que nadie conoce mejor que yo.
Todo ocurrió muy rápido y al mismo tiempo: la detonación, Leonardo desplomándose y un pequeño temblor; como si la tierra lamentara lo que acababa de pasar.
Cuando Juan entró con la leña y el lagarto a cuestas, ya estábamos todos llorando junto al cuerpo del niño, durante el velorio y en días posteriores nadie pudo negar la relación entre el alma del animal y la del niño.
Yo les pongo los hechos, allá ustedes si me creen o no, y si después de haberme escuchado, insisten en ir a cazar lagartos esta noche, no se espanten si alguno de ustedes, o sus familiares, caen fulminados así, de la nada, porque la Tierra no pasará por alto nuestras groserías”.

Cuando mi abuelo terminó de hablar, le dio un sorbo a su café. Sin bajar las caguamas me alejé del cirulo de la fogata. Cuando me aseguré que nadie me veía, bajé el cadáver y lo enterré cerca del camino viejo a Los Tejones.
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jueves, 8 de septiembre de 2011

Ave Negra


"sigue llorando la tierra
por tanto amor derribado
la traición se ha disfrazado
no para la motosierra"
Chelo Vaca

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Cuando me dijeron que estaba muerta no podía creerlo. Hacía dos semanas que había estado con ella.
El impacto emocional fue tan tremendo que me negué a aceptar que no la vería más.
Cierto es que hermanas bellas no le faltaban, no obstante, ella las superaba por una inocencia que la hacía fuertemente atractiva para los zopilotes libidinosos… y hambrientos.
En la plaza escuché que, luego de mancillarla, le hicieron tremenda herida en el vientre y la dejaron desangrar hasta que murió.
Profanando los templos milenarios de todos cuantos habían habitado en su piel, la desnudaron y la vistieron de un delgado manto verde.
Después, la exhibieron ante las fieras de la plaza, para ponerla en subasta.
Tras un largo encuentro, en el que todas las ofertas habían pasado de mezquinas y obscenas a insuficientes, se anunció un trato: la cortarían en pedazos y la venderían por partes.
Acordado lo anterior, se afilaron los colmillos y comenzó el espectáculo de gula más repugnante que haya visto.
Al final, cada quién se llevó en una cajita una parte del cadáver mostrándose muy satisfechos por su compra.
Pero… (y es aquí donde surge el pinche “pero” de siempre).
Pues, ¿qué creen que pasó?
Que al llegar a casa, esa pieza del cuerpo, sin aquel manto espeso y toda la vida en su seno y, por si fuera poco, separada de sus partes, era sólo una buena postal de un lugar violentado para visitar cada seis meses.
Y allí quedó Cacaluta pudriéndose, a tal grado, que despedía un fétido olor a humano.


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