martes, 24 de agosto de 2010

Pa' Volver a Verte

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Les dejo algo que escribió uno de mis niños – mi ahijado, por cierto - en el curso del Conafe.

La zorra hambrienta
Por: Julián Martínez Martínez

Había una vez un perro que se fue al campo y se encontró con una piedra fea con cuatro patas, iba comiendo pasto y se fueron caminando.
Bajó el cielo enojado y golpeó a los dos y los llevó el cielo con sus dos alas y por el aire los soltó y cayeron sobre un pato molido y desde ahí cayó muerta la piedra.
El perro flojo no se murió y salió volando con sus dos cabezas e iba cayendo a un pozo con agua gris.
Le dijo el agua gris al perro flojo: mero que acaba de pasar una zorra.
El perro la siguió y encontró a la zorra cantando, gritando con sus dos cabezas.
Se fueron los dos hambrientos a buscar su comida.


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Me fui.
Saludos a todos.

P.D.: Ya saben que los quiero, que soy medio supersticioso, pero por favor… ya no me manden cadenas. :@

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lunes, 9 de agosto de 2010

El sombrero y sus amigos

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“Hay nueva ola de los sacrificios,
ven linda, baby trae tu corazón,
tengo un cuchillo nuevo de obsidiana
quiero estrenarlo sin vacilación”

Los Tepetatles

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Ando buscando un empleo… no porque tenga necesidad de adquirir algo ni por mucha afición a ese tipo de suicidio, sino porque, parafraseando a la Bersuit, soy el único rabioso que hay esquivando las miradas.
A pesar de los consejos de la banda, me metí a trabajar en una estación de radio, pero no veo claro con el salario – y bueno, fui advertido-, sí está chido y todo pero no veo la pasta que me sustente el gusto, además, si voy a entrar a la liga de baby-fut pss necesito tenis y no completo las cien lanas que cuestan esos exclusivos de diseñador que venden en la plaza los lunes.

Hoy te comparto uno de los cuentos que escribieron los niños de San Bernachi durante el tiempo qué estuvimos juntos:


El sombrero y sus amigos
Por: Alma Bautista Ruiz

Había una vez un sombrero que se bañaba cada cuando era su cumpleaños, pero un día el sombrero salió, fue a buscar su comida.
Cuando vio que la nube se estaba acercando, el sombrero se puso su ala y voló.
Cuando el sombrero voló, movió a la nube y la nube se reventó de agua y el sombrero volando se fue a su casa.
En medio del camino vio un tomate muy feo. El tomate agarró al sombrero y lo puso en su cabeza para que el tomate no se mojara.
El sombrero se llevaba con un lápiz. El sombrero le dijo al lápiz: ya no quiero ser tu amigo porque yo no me baño y yo sé que tú quieres ser amiga de alguien que se bañe todos los días.
El sombrero llorando se fue al monte.
Al día siguiente empezó a llover, pero como el sombrero no se bañaba, le dio mucho frío.
Pero un día, el tomate y el lápiz lo agarraron al sombrero y lo bañaron, y desde entonces toda la gente lava su sombrero.

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Me fui.
Salvo que Dios y su variante humor digan lo contrario, este miércoles ya tendré un empleo con salario.

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domingo, 1 de agosto de 2010

Dos de Tres Caídas...

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Cuando esta tumba destruya mis huesos,
cuando mi lengua no pueda cantar
y de entre los muertos inicie el regreso
perdiendo el rastro al viejo guardián
yo ¿a dónde iré sin ti?

Arturo Meza


Nunca tuve un ataque de conjuntivitis como del que recientemente me alivié. Por ende, no había tenido la necesidad de mantenerme con los ojos cerrados mientras la pomada hacía su trabajo, el asunto resultó hasta introspectivo y me mantuvo ocupado pensando en el perdón y la culpa.
Considero que siempre una cosa lleva a otra, por tanto, esta sucesión de eventos se vio coronada cuando al fin llegué al final del capítulo 4 de un libro que estoy leyendo, allí, Brian Weiss dice que “la empatía es la clave para llegar al perdón”. Pensé en ello. Aún lo hago. Creo que necesito perdonarme algunas cosas, ¿no te ha pasado? Además de sólo empatía personal, también creo que se necesita con aquellos que han intervenido de manera negativa en nuestras vidas… Luego, me vino a la mente una canción de Meza donde dice “amar es cosa fácil, se puede uno morir en la cruz…” No sé, creo que estoy mentalmente enmarañado.
Hace tiempo que pienso en una fórmula extraña para poder descubrir un algo que no preciso.

Mientras me mantenía con los ojos cerrados, ha venido a mí una suerte de revelación:

Hay un lugar en alguna parte del mundo – quizá más lejos-, se trata de un pequeño pueblo rodeado en su parte sur por dos montañas extendidas. Justo en donde confluyen las dos pendientes nace un río caudaloso que también secciona en dos al pueblito.
En la parte oeste, existe un terraplén sobre el que se cuelgan cabezas de animales muertos: venados, jabalíes, reces, asnos, tlacuaches y hasta coyotes. Detrás del parapeto hay una casa de barro rojo y techo de palma.
En el patio hay huellas de botas. Muchas botas.
Desde que cruzo el río siento una presencia detrás de mí. Tal vez sea porque vagamente recuerdo que los fantasmas no pueden atravesar el agua de los ríos y arroyos, y éstos están del mismo lado que yo.
Hay un amuleto en mis manos, es un colguijo formado por muelas humanas, un ojo de venado, plumas de cuervo, una cruz de barro que, curiosamente, está invertida, un pedazo de tela negra que no sé qué es. Todo está unido por lo que se supone son tripas de gato ya secas. Recuerdo apretar este amuleto para sentirme protegido.
En la puerta de la casa hay colgado un ángel que toca un clarín. El angelito es moreno y mira hacia la izquierda. De sus ojos color cereza escurre sangre.
Cada vez que entro en la casa descubro la misma escena: detrás de un fogón se oculta un niño de escasos 4 años. Los ojos están desorbitados y miran vagamente con rastros de haber llorado ya durante muchos días. En un rincón, hay una mujer sentada con la cabeza reclinada sobre su hombro derecho. Debajo de su amplia falda hay un charco de sangre, un olor fétido escapa del mismo. Al levantar la tela, descubro un feto que se pudre hace tiempo. Luego, el niño oculto tras el fogón canturrea las siguientes palabras:

Somos la placenta
de una hecatombe,
la alimentamos a diario.
Si el juicio final acontece
es culpa nuestra.


Ya no tenía ganas de ver todo esto y me moví sobre mi cama para, finalmente, abrir los ojos y echar por la borda todo el efecto de la pomada sobre mi vista. “Estos ejercicios de relajación no me llevarán a nada bueno”, pensé.
Sentarse al borde del abismo tiene sus ventajas, al menos así lo supongo, se puede ver el infierno desde lejos sin quemarse. Espero que no pase algún gracioso y me empuje.




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“… y a veces cuando uno está triste necesita a alguien que diga frases como “qué lástima” o “no me digas” o “a poco””. Toño Malpica, Las mejores alas.

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